Nuestro Santo Patrón: Santo Tomás de Villanueva

Nuestro Santo Patrón: Santo Tomás de Villanueva

Arzobispo de Valencia del siglo XVI, nace en 1486 en Fuenllana, cerca de Villanueva de los Infantes (la Mancha), primogénito de los seis hijos que tuvieron Tomás García y Lucía Martínez, muy distinguidos por sus obras de misericordia. Sus padres no le dejaron riquezas materiales en herencia, pero sí una herencia mucho más importante: un profundo amor hacia Dios y una gran caridad hacia los demás.

Poseía una inteligencia excepcionalmente lúcida y un criterio muy práctico para dar opiniones sobre temas difíciles. Pero tuvo que ejercitarse continuSto. Tomas Villanueva 03amente para adquirir una buena memoria y luchar mucho para que las distracciones no le alejaran de los temas que quería tratar.

Sentía una predilección especial por atender a los enfermos y repetía que cada cama de enfermo es como la zarza ardiente de Moisés, en la cual se logra encontrar uno con Dios y hablar con Él, pero entre las espinas de incomodidad que lo rodean.

Instruido en las primeras letras, le enviaron a la Universidad de Alcalá y el 7 agosto 1508 entró en el Colegio Mayor de San Ildefonso. Se graduó en Filosofía y Teología, y regentó una cátedra de Artes desde octubre de 1512 a 1516 (cfr. G. de Santiago Vela, Estudios y profesorado de S. Tomás de Villanueva en Alcalá de Henares, Archivo histórico hispano-agustiniano, X, 1918, 183.194).

Invitado por la Universidad Salmantina para su claustro profesoral, renunció a la oferta y entró en el convento de San Agustín de Salamanca, tomando el hábito agustino el 21 de nov. 1516 y profesando el 25 de noviembre de 1517 ante Pedro de Cantalpino, Superior de dicho convento (cfr. T. de Herrera, Historia del Convento de S. Agustín de Salanlanca, Madrid 1652, 316). Desde el noviciado Tomás llamó la atención por su observancia y amor al estudio. Adquirió una sólida cultura, siendo muy aficionado a S. Agustín y a S. Bernardo, «a quien fue muy parecido en ingenio y en espíritu como se vio después en sus sermones» (M. Salón, o.c. en bibl., 17). Puso toda su cultura al servicio del amor. «Queremos resplandecer, lucimos, como Lucifer, pero no arder», dice él mismo, lamentándose de que en los estudios aun eclesiásticos no se buscaba la unción y devoción de la voluntad (In fest. S. Dorot. Concilio, t. V, 128).

Terminados sus estudios, celebró su primera misa el 25 de diciembre de 1518 en el convento de S. Agustín, y al año siguiente fue elegido Prior del mismo, y reelegido en 1522 (cfr. S. Vela, o.c. en bibl., 245). En 1525 se le nombró Visitador de la Provincia de Castilla, y en el Capítulo de Dueñas de 1527, Provincial de la nueva Provincia de Andalucía. Para sucesivos trienios fue elegido Prior del convento de Burgos (1531), Provincial de Castilla (1534), Prior de Burgos (1537) yen 1540 Prior de Valladolid. En 1533 envió a América los primeros Padres Agustinos que llegaron a México.

En su gobierno, Tomás miraba sobre todo cuatro cosas: la buena celebración de las Misas y oficios corales, el aseo de los ornamentos y vasos del culto, el estudio y ocupación de los religiosos, y la observancia de la caridad fraterna. Examinaba también las ocupaciones de cada religioso, siguiendo su genio y afición. Fuera de la Orden, su acción apostólica mediante el confesionario, la predicación y la limosna, logró dimensiones difíciles de señalar. Juan de Muñatones, obispo de Segorbe, que fue ganado para la orden agustiniana por los sermones de Tomás, y escribió su primera biografía, nos ha conservado este testimonio del dominico Juan de Hurtado sobre los frutos de su predicación en Salamanca: «Yo me hallaba entre los oyentes, siendo seglar aún. Deseosa de oírle, se apiñaba la multitud en las calles. Acudían las gentes, pasmadas de la nueva manera de predicar por la eficacia suasoria, por la fuerza con que arrebataba a los que le escuchaban, encendiéndolos en fervor. Testigo ocular de esto soy yo, que por ningún motivo me abstenía de ir a sus sermones» (Conciones sacrae, Praefatio, 2-3, Alcalá 1572; es la primera edición de sus sermones). Al buen predicador Tomás exigía además del estudio, tres cosas: santidad de vida, humilde oración y celo de la gloria de Dios y de la salud de las almas. El fue un predicador carismático, con experiencia de lo que enseña la Biblia: «Parte el pan y dalo a los pobres y Dios te regalará con su luz» (ls 58, 7-8). «Nosotros, los predicadores lo experimentamos muchas veces al repartiros el pan del Evangelio, pues recibimos más copiosa luz del cielo, y al acabar la distribución, como si se nos echase encima una niebla, se nos va la claridad» (In fer. II Resurr. Concio). Campo de su predicación fueron las provincias y ciudades de Salamanca, Burgos, Valladolid y Valencia.

Frecuentemente mientras celebraba la Santa Misa o rezaba los Salmos, le sobrevenían los éxtasis y se olvidaba de todo lo que lo rodeaba y sólo pensaba en Dios. En esos momentos el rostro le brillaba intensamente.

Cierto día mientras predicaba fuertemente en Burgos contra el pecado, tomó en sus manos un crucifijo y levantándolo gritó «¡Pecadores, mírenlo!», y no pudo decir más, porque se quedó en éxtasis, y así estuvo un cuarto de hora, mirando hacia el cielo, contemplando lo sobrenatural. Al volver en sí, dijo a la multitud que estaba maravillada: «Perdonen hermanos por esta distracción. Trataré de enmendarme».

El Emperador Carlos V alguna vez había pedido consejo a Tomás para su gobierno y le había ofrecido el cargo de arzobispo de Granada pero él nunca lo había aceptado. Entonces un día el emperador le dijo a su secretario: «Escriba: «Arzobispo de Valencia, será el Padre … «, y le dictó el nombre de otro sacerdote de otra comunidad. Cuando fue a firmar el decreto leyó que el secretario había escrito: «Arzobispo de Valencia, el Padre Tomás de Villanueva». «¡Pero este no fue el que yo le dicté!», dijo el emperador. «Perdone, señor» – le respondió el secretario. «Me pareció haberle oído ese nombre. Pero enseguida lo borrare». «No, no lo borre, dijo Carlos V, el otro era el que yo pensaba elegir. En cambio este es el que DIOS quiere que sea elegido». Y mandó que lo llamaran para dale el nombramiento. Tomas se negó totalmente a obedecer al emperador en esto. El hijo del gobernante (el futuro Felipe II) le rogó que aceptara, pero tampoco quiso aceptar. Solamente cuando su superior de comunidad le mandó bajo voto de. obediencia, entonces sí aceptó tan alto cargo y el 5 de agosto de 1544 dio su consentimiento. Preconizado el 10 de octubre por bula de Paulo III, fue consagrado en Valladolid por el arzobispo de Toledo D. Juan de Tavera, el 7 de diciembre de 1544. El 22 de de diciembre llegó a Valencia, hospedándose en el convento agustino de Ntra. Sra. del Perpetuo Socorro, de donde salió el 1 enero 1545, para hacer la entrada solemne en la Catedral. Llegó a Valencia de noche, en medio de terrible aguacero, acompañado solamente por un religioso de su comunidad. Pidió hospedaje de caridad en el convento de los Padres Agustinos, diciendo que le bastaba una estera en el suelo para dormir (Cuando los frailes descubrieron quién era él se arrodillaron a pedirle su bendición). Antes de posesionarse del arzobispado hizo seis días de retiro de oración y penitencia en el convento. Quería empezar bien preparado para su difícil oficio.

En el nuevo cargo su ideal fue el del Buen Pastor, con las cuatro exigencias que él mismo solía comentar en la parábola de Cristo: apacentar las ovejas, conocerlas, defenderlas, reunir a las dispersas (In dom. II post Pascha Concio I, 11, 326). Apacentar el rebaño fue su ocupación más dichosa, en sentido espiritual y corporal, conquistándose el título de limosnero que le dan las Actas de la canonización. Recién tomada posesión de su cargo, donó al Hospital unos 4.000 escudos que le regalaron el Clero y los fieles para su uso personal y mobiliario del Palacio, porque sabían que era pobre y venía pobre. «Los pobres necesitan esto más que yo. ¿Qué lujos y comodidades puede necesitar un sencillo fraile y religioso como soy yo?».

También una de sus primeras diligencias fue visitar la prisión, reservada a los clérigos, en un lugar húmedo e ingrato; y al verla, exclamó el nuevo Arzobispo: «No quiera Dios que por orden o voluntad mía sea puesto algún clérigo en este horrendo lugar. Por otros caminos hemos de corregir y guiar las almas de nuestros hermanos». Y mandó terraplenarlo y tapiarlo. Llevaba arancel de las parroquias de la ciudad, y de los 18.000 ducados de renta que anualmente cobraba, 13.000 eran para los pobres, además de las cantidades recibidas de otras manos. «No dificultaba sus puertas ni las escondía con cancelas. Paseábase en la primera sala, y en viendo al pobre, salía a recibirle» (Salón, 136). Para los niños abandonados en las puertas de su Palacio, fundó una especie de Inclusa, que él cuidaba celosamente, así como también creó el Colegio de la Presentación para los jóvenes pobres, aspirantes al sacerdocio, que todavía subsiste bajo su espiritual patronato, «manteniendo presente en Valencia el alma de S. Tomás de Villanueva» (P. Jobit: o. c. en bibl., 185). Algunos lo criticaban porque usaba una sotana muy vieja y desteñida, y él respondía: «Lo importante no es una sepultura. Lo importante es embellecer el alma que nunca se va a morir».

El emperador Carlos V al oírle predicar exclamaba: «Este Monseñor conmueve hasta las piedras». Y cuando estaba en la ciudad, el emperador nunca faltaba a los sermones de Monseñor Tomás. Sus sermones producían cambios impresionantes en los oyentes, y aun hoy día conmueven profundamente a quienes los leen. La gente decía que Tomás de Villanueva era como un nuevo apóstol San Pablo, enviado por Dios para transformar a los pecadores.

Lo que más le interesaba era transformar a sus sacerdotes. A los menos cumplidores se los ganaba de amigos y poco a poco a base de consejos y peticiones amables los hacía volverse mejores. A uno que no quería cambiar, lo llamó a su palacio y le dijo: «Yo soy el que tengo la culpa de que usted no quiera enmendarse. Porque no he hecho penitencias por su conversión, por eso no ha cambiado». Y quitándose la camisa empezó a darse fuetazos a sí mismo hasta derramar sangre. El otro se arrodilló llorando y le pidió perdón y desde ese día mejoró totalmente su conducta.

Dedicaba muchas horas a rezar y a meditar, pero su secretario tenía la orden de llamarlo tan pronto como alguna persona necesitara consultarle o pedirle algo. A su palacio arzobispal acudían cada día centenares de pobres a pedir ayuda, y nadie se iba sin recibir algún mercado o algún dinero. Especial cuidado tenía el prelado para ayudar a los niños huérfanos. Y en los once años de su arzobispado no quedó ninguna muchacha pobre de la ciudad que en el día de su matrimonio no recibiera un buen regalo del arzobispo. A quienes lo criticaban por dar demasiadas ayudas aun a vagos, les decía: «mi primer deber es no negar un favor a quien lo necesita, si en mi poder está el hacerlo. Si abusan de lo que reciben, ellos responderán ante Dios».

A los ricos les insistía continua y fuertemente acerca del deber tan grave que cada uno tiene de gastar en dar limosnas todo lo que le sobre, en vez de gastarlo en lujos y cosas inútiles. Decía a la gente: «¿En qué otra cosa puedes gastar mejor tu dinero que en pagar tus culpas a Dios, haciendo limosna? Si quieres que Dios oiga tus oraciones, tienes que escuchar la petición de ayuda que te hacen los pobres. Debes anticiparte a repartir ayudas a los que no se atreven a pedir».

Algunos le decían que debía ser más fuerte y lanzar maldiciones contra los que vivían en unión libre. Él respondía: «Hago todo lo que me es posible por animarlos a que se pongan en paz con Dios y que no vivan más en pecado. Pero nunca quiero emplear métodos agresivos contra nadie». Si oía hablar de otro respondía: «Quizás lo que hizo fue malo, pero probablemente sus intenciones eran buenas».

Se interesó mucho por la conversión de los moriscos, con métodos persuasivos, y dio en todo la primacía a la vida ejemplar los clérigos y al ejercicio de la caridad. Con su ejemplo y su palabra elevó el nivel espiritual del clero de su diócesis y fue muy sensible para la reforma de la Iglesia, tan deseada entonces. Le afectaba profundamente la relajación de las costumbres y hacía penitencia por los pecados del pueblo, temiendo el castigo de Dios. «¡-Oh Indias, descubiertas en nuestro tiempo! Me invade el temor de que por nuestros pecados Dios nos abandone y traslade la Iglesia a las Indias» (In fer. II post IV dom. quadr. Concio II, II, 97). Aunque se tuvo empeño en que asistiera al Concilio de Trento, no lo hizo, seguramente por su «destrozada salud, las intenciones imperiales en los principios de la Asamblea, el trabajo tan urgente y necesario a realizar en Valencia, el peso de la opinión pública que quería retener a semejante pastor» (P. Jobit, 178). Se contentó con enviar al Concilio un Memorial, entregado al obispo de Huesca, y todo o casi todo lo sugerido por él fue aprobado.

En septiembre de 1555 sufrió una angina de pecho e infamación de la garganta. Mandó repartir entre los pobres todo el dinero que había en su casa. Hizo que le celebraran la Sta. Misa en su habitación, y exclamó: «Que bueno es Nuestro Señor: a cambio de que lo amemos en la tierra, nos regala su cielo para siempre» y murió. Tenía 66 años. Muere en Valencia el 8 de septiembre de 1555, tan pobre como había vivido siempre. Alejandro VI le canonizó en 1658, y su fiesta se celebraba el 22 de septiembre. Sus restos se guardan en la Catedral de Valencia. Tesoro de su gran espíritu, quedan sus Conciones sacrae, de una temática muy extensa que comprende el año litúrgico, el ciclo mariano con 30 sermones, y el de los Santos. Su oratoria es bíblica, teológica, moral y ascética. Es la suya una de las voces autorizadas de la mariología católica y española. Como ascético y moralista tiene títulos para ser declarado Doctor de la Iglesia católica.


CÓMIC: «SANTO TOMÁS DE VILLANUEVA»